"RECORDANDO LA PLUMA FLORIDA DELPOETA MARIN CONTRERAS"
Hace mucho tiempo, en una ciudad lejana, los niños saboreábamos las tardes como algodón de azúcar. Dejabas de correr por un instante y tus
ojos se abrían como un par de lunas llenas cuando el sonido inconfundible del motor de aquella camioneta –¿era roja o los falsos artistas del recuerdo la pintan de ese color? –, que sin duda había llegado
desde la comarca de los sueños, anunciando el sabor más dulce que jamás haya tenido el pasado. Ese pasado que a veces parecía tan quieto como las aguas espejadas del Lago de los Cisnes, pero otras veces se
movía incesante y trémulo como el mar de Puerto Colombia en una tarde de domingo, cuando el castillo de arena se abandonaba, resignado, ante
el inclemente embate de las olas. Como aquella vez, cuando la casa toda se conmovió hasta los cimientos, y papá se llevaba la mano derecha a la
frente, y fruncía el ceño, y mamá estaba a punto de llorar, y los hermanos mayores se movían de un lado para otro, más inquietos que de costumbre, porque en la radio repetían sin cesar que habían matado a un tal Kennedy. Pero ni así dejamos de saborear la tarde entre nubes de algodón de azúcar. Hace mucho
tiempo, en una ciudad lejana, los niños no conocíamos el tedio porque, desde muy temprana edad, aprendíamos a saborear cada instante del día. La mañana, caramelo amarillo, venía envuelta en arrropilla. Con gran delirio y pasión desenfrenada, le quitabas el papel que se te iba pegando entre los
dedos –cuarenta años después te das cuenta que se te pegó fue en la piel de la memoria–, y esa melcocha de sol se te olvidaba en la boca tan fugaz como el paso del rocío sobre las hojas del almendro. La tarde, cuando no pasaba el algodón de azúcar, sabía a pirulí, a oblea, a galletas griegas, a los labios de Lizette, la primera niñita a la que le robaste un beso una millonésima de segundo antes de que el
imprudente de Pablo gritara: “¡Los encontré!” Alguna vez, por cierto, cuando viste en ‘El Tesoro de la Juventud’ el mapa de Grecia, que te mostraba tu hermano Danilo, quizá pensaste que las galletas venían
viajando cada tarde desde ese país remoto, y esa lejanía aumentó todavía más el prestigio de su sabor aéreo. Era fácil pensar cosas así, tanto como estudiar durante horas el parlante del tocadiscos, que decía
Garrard en una plaquita de bronce, adherida a una tela que parecía tejida con alambre, e imaginar que dentro había una orquesta de músicos pequeñitos interpretando los éxitos de La Sonora Matancera que tanto le gustaban a tu viejo. Y entonces la tarde, cantada por una voz tiernísima, tomaba un repentino sabor a bollo de mazorca. Sabores, lugares. Pero en esta búsqueda de sabores nada superaba
la emoción que uno sentía cuando se llevaba a cabo la ceremonia familiar de ir a un restaurante, a una heladería, a una inolvidable venta de fritos. ‘Peñita’, claro, el legendario ‘Peñita’, quedaba en el otro lado del mundo, por la Ciudad Jardín, y llegar hasta allá parecía una aventura digna de Perseo, cuya
voz, en los ‘Clásicos infantiles’, también se escuchaba en el parlante Garrard, provocándonos el no por irresistible menos peligroso deseo de cortar con las tijeras del patio aquella tela metálica, para saber de una vez por todas si el héroe de la mitología estaba escondido dentro. No lo hicimos, por fortuna.
Gracias a Dios, donde ‘Peñita’ tampoco había Gorgonas Medusas ni otros monstruos mitológicos, sino arepa e huevo, de dulce, caramañolas, de queso, de carne, de yuca, buñuelos…, y otros
nutritivos alimentos para la memoria de los sabores que se vuelven imágenes. Sobresale entre ellas un hermoso carrito de madera, pintado con colores
vivos, con ruedas de metal, cuyo techo parecía el tejado de una casa diminuta que iluminaba la noche como un pesebre. En su interior, incansable, eterno, queridísimo personaje de nuestra infancia, estaba el propio ‘Peñita’ con su invariable sombrero de paja, sus cotizas y su amabilidad de leyenda. Pero todo eso sucedió en otra ciudad, hace mucho tiempo,
cuando los niños pasábamos las tardes entre nubes de algodón de azúcar. Cuando uno soñaba durante días, semanas o meses que, así como el Señor les había regalado a los israelitas la Tierra Prometida, después de hacerlos caminar cuarenta años por el desierto, según lo habíamos visto en una película, los
papás cumplieran la promesa de llevarnos al Brandes, en la esquina de la carrera 53 con calle 76, cuya propietaria, una señora francesa de cuyo nombre no he podido acordarme, hacía unos merengues tan provocativos como los labios de Lizette. Pero había otros. Así una encantadora parrillada que se
llamaba ‘Mi vaquita’, en Olaya Herrera entre calles 70 y 72, y, por cierto, cuando el vehículo familiar giraba en la esquina de esta última calle –que alguna vez se llamó Avenida Kennedy– el olor de la carne asada y el humo que se asomaba a la distancia eran un verdadero comité de bienvenida, un
maravilloso presagio del placer que estábamos a punto de disfrutar. Y al salir, al lado de ‘Mi vaquita’ había una ‘Vaca Negra’, es decir, una
síntesis magistral del infinito goce que podía provocar la mezcla del helado con la Coca Cola en la heladería del Doña Maruja, un cine sin techo
donde, algunos años después, se organizarían los primeros conciertos de rock en Barranquilla, en los
cuales, dicho sea de paso, las nubes de humo que flotaban sobre la audiencia no se originaban precisamente en la carne asada de ‘Mi vaquita’. Por allí mismo, delicias de la cocina oriental, estaban el Chop Suey y el Chop Mein, que se desgranan en la memoria como el exquisito arroz chino que viaja por el tiempo, no en alfombra voladora, sino en eternas cajas de cartón. Al lado de ellas vienen volando también, llenas de arroz con pollo, las cajas del ‘El Merendero’, restaurante tan integrado a la historia de nuestra niñez como los triqui traques decembrinos o la Noche de las Velitas. Así como ‘El pez que fuma’, detrás del Estadio Romelio
Martínez, cuyo inmenso letrero luminoso, que rivalizaba acaso con el de una conocida marca de cerveza en la esquina de la 72, era una
provocación y un desafío que nos incitaba a la curiosidad de entrar en ese mundo mágico, que nuestra imaginación iba poblando con los dioses de un sabor perdido para siempre: el sabor de la
ciudad que se fue navegando como un barco de sueños, como el ferry en la madrugada perpetua del Río Grande de la Magdalena. Mil hojas más. Hace
mucho tiempo, en una ciudad lejana, por las encantadas calles se oían sonar unas campanitas que anunciaban el próximo arribo del carro de paletas Sunky, y los niños caminábamos, cometa en mano, hacia las últimas fronteras del día. Tanto
andar, por supuesto, despertaba el deseo de ir en busca del tornillo perdido en la ‘Pastelería alemana’, en cuyas vitrinas los pudines, los merengues y las milhojas, en ordenadas filas, aguardaban como un ejército de dulces a punto de atacar nuestros paladares. O también podíamos caminar hasta el Royal Dairy Cream, a comer helados con perro caliente –el clásico y muy sobrio perro caliente, no ese híbrido posmoderno que han inventado hoy en día–, o al Doña Crema, que quedaba muy cerca, en la esquina de la carrera 46 con calle 84, después de ver también la versión original de ‘El planeta de los simios’,
donde aparece al final la Estatua de La Libertad enterrada en las arenas de la playa. El centro de la ciudad era así mismo un ámbito de aventuras. Lleno de vida y movimiento, de colores y gritos, en el centro estaba ‘El Magazín’, donde vendían los uniformes de todos los colegios, y era el reino de ‘La Casa Vargas’, ubicada en la Plaza de San Nicolás, enorme sastrería de dos pisos, con una imponente escalera alfombrada que invitaba a descubrir nuevos mundos. Pero el centro era, más que nada, la heladería de la Librería Nacional, frente al Club Barranquilla, donde uno se quedó para siempre
leyendo un paquito del Pato Donald mientras paladeaba con método los tres sabores del Banana Split más delicioso que se haya preparado en el universo los últimos diez millones de años; y el centro era, bendita sea Nuestra Señora del Recuerdo, el legendario ‘frozomal’ de la Heladería Americana, que tanto han imitado pero jamás han logrado igualar, así como los aprendices, por más que copien al maestro, nunca lograrán acceder a la altura de su insondable misterio. Y era el ‘Café Roma’, frente al edificio del Banco Cafetero, donde uno se tomaba unos jugos de frutas tan inolvidables que cuarenta años después,
mientras escribo, vuelvo a sentir su sabor intacto en la memoria de mis sensaciones. Esas sensaciones que nos fueron llevando de la mano, o de otras partes, desde la niñez hasta la adolescencia, cuando nos encontrábamos con la novia en el célebre ‘Jugolandia’, y el corazón nos palpitaba tanto como el bolsillo, asustados porque la plata no nos iba a alcanzar para pagar la cuenta. Cuando nos comíamos por ahí cerquita, en la carrera 48 con 70, en Castillo Blanco (‘White Castle’, decían los esnobistas de aquel
entonces) unos perros gigantescos, preparados al vapor de cerveza, que se llamaban muy apropiadamente ‘Media Milla’. Y unos años más tarde, cuando ya nos afeitábamos aquel partido de fútbol (11 contra 11) que nos crecía sobre los labios, cuando ya estábamos a punto de terminar el
bachillerato y John Travolta se preparaba para filmar ‘Fiebre de sábado por la noche’, en la calle 76, entre carreras 50 y 51, una linda pareja abrió un sitio que se llamaba ‘Hanky Panky’,
donde uno saboreaba, al ritmo de la música Disco, las más exquisitas fresas con crema que recuerden las papilas gustativas de la ciudad, que ya entonces empezaba a descubrir una emoción que le era por completo
desconocida: el miedo. Sí, el miedo que producían las camionetas Ranger, y todo lo que ellas simbolizaban, en aquellas cuatro calles en las que todos nos conocíamos y
éramos amigos de una forma u otra. Ese miedo tenía otro sabor, áspero y metálico, que tampoco conocíamos. Pero es
que hasta ahora hemos venido a darnos cuenta que cuando fuimos niños la ciudad también lo era, una hermosa ciudad de niños que saboreaban la vida a cada instante mientras pasaban la tarde entre nubes de algodón de azúcar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario